Había conservado ese peluche sin lavar,
aún a riesgo de que con el tiempo, la suciedad convirtiese su aspecto en algo
realmente horrible. Pero también era incapaz de encerrarlo en alguna caja o
armario. Le parecía una crueldad. Así que había tomado la decisión de lavarlo y
ahora se arrepentía de ello. Miró su muñeco querido, con los dedos rotos, un
ojo menos y una lesión en la columna que dejaba entrever sus tripas de
lana.
Y no pudo evitar el llanto. Lloró tan desconsoladamente que no se dio cuenta que sostenía el muñeco roto en su regazo, como si se tratase de un bebe. Un bebe que mecía mientras lloraba.
Recordó que cuando era niña, lloraba de manera dramática, cuando observaba esa manía absurda que tenían los niños de maltratar las muñecas o demás juguetes, desmontándoles la cabeza o las piernas. No lo soportaba.
Su hermano nunca lo había hecho. Muy al contrario. Le había regalado ese peluche hacía muchos años.
Recordó como si fuera hoy aquel día.
Ella estaba en su habitación. En una especie de altillo sin apenas altura para permanecer de pie. Por eso, casi siempre se estiraba en la cama para realizar sus tareas: Los deberes del colegio o sus primeros escritos. Sensaciones, le gustaba llamarlos.
Recordó cuando oía el ruido de la puerta de madera abriéndose. Un viejo porticón que se colocaba en la parte exterior de las puertas de cristal y madera tan típicas de las viviendas de los porteros. Su madre había sido portera casi toda su vida. En un inmueble del barrio de l’Ensanche, con un montón de vecinos desfilando por su casa, lo que provocaba su enojo. Se quejaba constantemente del poco respeto que mostraban hacia su intimidad. Por eso cerraba los porticones de madera como si ya fuese hora de acostarse a pesar de ser las dos de la tarde.
Cuando oía ese ruido, paraba toda su atención para escuchar las palabras que siempre salían de la boca de su hermano:
─¿Y la Niña?
─Arriba─ Contestaba su madre, ajetreada ya, entre fogones y cazuelas. Aunque muchas veces había respondido con una repetición un tanto irónica de la pregunta:
─¿Y la niña? ¿Y el niño? ─ Y después suspiraba.
Ella adoraba esa pregunta igual que lo adoraba a él. Cuando la escuchaba esperaba unos segundos.
A veces subía las escaleras y se metía en su cuarto, un habitáculo exacto al de ella aunque el suyo disponía de un pequeño tragaluz, que no dejaba entrar ni un poquito de luz y tampoco servía ni para ventilar la estancia. Más bien era como un efecto placebo al sentido de la vista.
Otras veces ni siquiera subía. Se quedaba abajo, en la pequeña salita y encendía el televisor.
Cuando oía el televisor encendido, ella bajaba las escaleras para seguir haciendo sus tareas en la mesa de la salita.
Recordó ese día, porque subió las escaleras y agachando la cabeza, entro en su cuarto.
─Niña, mira que te he traído─ dijo mostrándole todo orgulloso, una especie de muñeco de trapo que en ese momento ella no acertó a adivinar si era una muñeca, un oso, o que era aquello.
─¿Pero eso que es, Niño?¿De dónde lo has sacado?
─Estaba abandonado en un contenedor…Pobre. ¿No te da pena? Dijo acercándoselo a la cara.
Recordó el olor que hacia el destartalado muñeco y como le dijo:
─La mama no me dejará tenerlo. Con lo escrupulosa que es─
─Hombre así no, pero lo lavas y lo vistes y esas cosas que haces tú y ya verás que guapo queda. Y entonces se lo enseñas a la mama ─Dijo ladeando la cabeza y esperando una respuesta suya.
─Está bien, me lo quedo. El pobre es tan feo que hasta es bonito ─
─Bien Niña, Ya lo sabía ─dijo él─ lanzándole el muñeco que cayó justo apoyado en la almohada.
Ella rió entonces y también ahora, recordándolo. El muñeco cayó como esas antiguas muñecas que se ponían en las camas reclinadas sobre las almohadas, como si durmiesen, eso sí, una vez que la cama estaba hecha, y que a ella siempre le habían hecho sentir un poco incomoda cuando se encontraba una en su cama a decisión de su madre, por supuesto.
Soltó una carcajada pensando en la cara que pondría su madre si al subir las escaleras encontraba en su almohada esa especie de lana sucia y apestosa, ocupando el lugar de una de esas muñecas.
Desde siempre, él se encargaba de la recogida de los desarraigados y ella se convertía en su cómplice una vez llegaba a casa con ellos. Daba igual si eran seres vivos o inertes. La única diferencia eran los gritos de su madre si lo descubría. Los seres vivos, normalmente animales, no eran de su agrado. A veces incluso bromeaban los dos diciéndole que ningún ser vivo era de su agrado.
Recordó sus quejas y los ingenios que debían discurrir juntos para poder quedarse con el animal, durante el proceso de cura, ya que generalmente se trataba de pájaros que una vez curados eran devueltos a la naturaleza. Esa cuestión era innegociable para su querido hermano. Sería injusto no dejarlos ir. Decía siempre.
Sin embargo los seres inertes, se quedaban a vivir en la estantería de su habitación, formando una especie de club de los horrores porque a pesar de poner todo su amor en lavado, restaurado y vestido, muchos estaban mutilados o deformados.
Tanto era así que estaba convencida de que esa era la razón por la que siempre había odiado a las Barbies o cualquier otro muñeco que representase la perfección absoluta.
Muy de vez en cuando, los metía a todos en la lavadora, no sin antes escuchar la opinión de su madre al respecto de lo que ella haría si le dejase. La enojaba mucho porque todos tenían nombre y recordó que para ella oír decir a su madre eso, era casi como oírla decir que iba a cometer un asesinato.
Cuando se acababa el lavado y abría la lavadora debía hacer recuento de bajas, ya que siempre se quedaba dentro algún ojo, pierna, pelo, pata, etc…
Los ponía en una palangana grande, de color verde palangana y los subía al terrado del edificio, donde los sentaba en un rincón escondidos de la vista, por miedo a que algún vecino los encontrase ya que seguramente pensaría como su madre.
Después del secado los llevaba a la sala de operaciones, le gustaba decir. Y intentaba reparar como podía las heridas del lavado.
Recordó la primera vez que le provoco una baja a uno de los muñecos de su hija. La mirada que recibió al mostrárselo que hizo que soltase una carcajada que provocó que se enfadase más con ella y le costase más convencerla de que eso era algo muy normal. Que siempre se debían reparar los muñecos después de lavarlos y más los que se van adoptando
y recogiendo por la calle, porque su hija, igual que ella o quizás en el ánimo de imitarla, también se dedicaba a recoger a los desarraigados sin hogar, como decía ella.
Entonces un escalofrío le recorrió el cuerpo y comprendió, con una claridad evidente, que igual que dejaba ir a los seres vivos, debía dejar ir al resto.
Al día siguiente, cuando su muñeco estuvo seco, lo llevo a la sala de operaciones y curó todas las heridas que supo y que pudo.
Cuando su hija regresó del colegio le pidió que la acompañase a dar un paseo. Y la niña, mirando los brazos de la madre que sostenían el muñeco, le preguntó:
─¿A dónde vamos mama?¿Que vas hacer con tu muñeco?─
Dejarlo ir. Le contestó. Sería injusto no hacerlo.
Y no pudo evitar el llanto. Lloró tan desconsoladamente que no se dio cuenta que sostenía el muñeco roto en su regazo, como si se tratase de un bebe. Un bebe que mecía mientras lloraba.
Recordó que cuando era niña, lloraba de manera dramática, cuando observaba esa manía absurda que tenían los niños de maltratar las muñecas o demás juguetes, desmontándoles la cabeza o las piernas. No lo soportaba.
Su hermano nunca lo había hecho. Muy al contrario. Le había regalado ese peluche hacía muchos años.
Recordó como si fuera hoy aquel día.
Ella estaba en su habitación. En una especie de altillo sin apenas altura para permanecer de pie. Por eso, casi siempre se estiraba en la cama para realizar sus tareas: Los deberes del colegio o sus primeros escritos. Sensaciones, le gustaba llamarlos.
Recordó cuando oía el ruido de la puerta de madera abriéndose. Un viejo porticón que se colocaba en la parte exterior de las puertas de cristal y madera tan típicas de las viviendas de los porteros. Su madre había sido portera casi toda su vida. En un inmueble del barrio de l’Ensanche, con un montón de vecinos desfilando por su casa, lo que provocaba su enojo. Se quejaba constantemente del poco respeto que mostraban hacia su intimidad. Por eso cerraba los porticones de madera como si ya fuese hora de acostarse a pesar de ser las dos de la tarde.
Cuando oía ese ruido, paraba toda su atención para escuchar las palabras que siempre salían de la boca de su hermano:
─¿Y la Niña?
─Arriba─ Contestaba su madre, ajetreada ya, entre fogones y cazuelas. Aunque muchas veces había respondido con una repetición un tanto irónica de la pregunta:
─¿Y la niña? ¿Y el niño? ─ Y después suspiraba.
Ella adoraba esa pregunta igual que lo adoraba a él. Cuando la escuchaba esperaba unos segundos.
A veces subía las escaleras y se metía en su cuarto, un habitáculo exacto al de ella aunque el suyo disponía de un pequeño tragaluz, que no dejaba entrar ni un poquito de luz y tampoco servía ni para ventilar la estancia. Más bien era como un efecto placebo al sentido de la vista.
Otras veces ni siquiera subía. Se quedaba abajo, en la pequeña salita y encendía el televisor.
Cuando oía el televisor encendido, ella bajaba las escaleras para seguir haciendo sus tareas en la mesa de la salita.
Recordó ese día, porque subió las escaleras y agachando la cabeza, entro en su cuarto.
─Niña, mira que te he traído─ dijo mostrándole todo orgulloso, una especie de muñeco de trapo que en ese momento ella no acertó a adivinar si era una muñeca, un oso, o que era aquello.
─¿Pero eso que es, Niño?¿De dónde lo has sacado?
─Estaba abandonado en un contenedor…Pobre. ¿No te da pena? Dijo acercándoselo a la cara.
Recordó el olor que hacia el destartalado muñeco y como le dijo:
─La mama no me dejará tenerlo. Con lo escrupulosa que es─
─Hombre así no, pero lo lavas y lo vistes y esas cosas que haces tú y ya verás que guapo queda. Y entonces se lo enseñas a la mama ─Dijo ladeando la cabeza y esperando una respuesta suya.
─Está bien, me lo quedo. El pobre es tan feo que hasta es bonito ─
─Bien Niña, Ya lo sabía ─dijo él─ lanzándole el muñeco que cayó justo apoyado en la almohada.
Ella rió entonces y también ahora, recordándolo. El muñeco cayó como esas antiguas muñecas que se ponían en las camas reclinadas sobre las almohadas, como si durmiesen, eso sí, una vez que la cama estaba hecha, y que a ella siempre le habían hecho sentir un poco incomoda cuando se encontraba una en su cama a decisión de su madre, por supuesto.
Soltó una carcajada pensando en la cara que pondría su madre si al subir las escaleras encontraba en su almohada esa especie de lana sucia y apestosa, ocupando el lugar de una de esas muñecas.
Desde siempre, él se encargaba de la recogida de los desarraigados y ella se convertía en su cómplice una vez llegaba a casa con ellos. Daba igual si eran seres vivos o inertes. La única diferencia eran los gritos de su madre si lo descubría. Los seres vivos, normalmente animales, no eran de su agrado. A veces incluso bromeaban los dos diciéndole que ningún ser vivo era de su agrado.
Recordó sus quejas y los ingenios que debían discurrir juntos para poder quedarse con el animal, durante el proceso de cura, ya que generalmente se trataba de pájaros que una vez curados eran devueltos a la naturaleza. Esa cuestión era innegociable para su querido hermano. Sería injusto no dejarlos ir. Decía siempre.
Sin embargo los seres inertes, se quedaban a vivir en la estantería de su habitación, formando una especie de club de los horrores porque a pesar de poner todo su amor en lavado, restaurado y vestido, muchos estaban mutilados o deformados.
Tanto era así que estaba convencida de que esa era la razón por la que siempre había odiado a las Barbies o cualquier otro muñeco que representase la perfección absoluta.
Muy de vez en cuando, los metía a todos en la lavadora, no sin antes escuchar la opinión de su madre al respecto de lo que ella haría si le dejase. La enojaba mucho porque todos tenían nombre y recordó que para ella oír decir a su madre eso, era casi como oírla decir que iba a cometer un asesinato.
Cuando se acababa el lavado y abría la lavadora debía hacer recuento de bajas, ya que siempre se quedaba dentro algún ojo, pierna, pelo, pata, etc…
Los ponía en una palangana grande, de color verde palangana y los subía al terrado del edificio, donde los sentaba en un rincón escondidos de la vista, por miedo a que algún vecino los encontrase ya que seguramente pensaría como su madre.
Después del secado los llevaba a la sala de operaciones, le gustaba decir. Y intentaba reparar como podía las heridas del lavado.
Recordó la primera vez que le provoco una baja a uno de los muñecos de su hija. La mirada que recibió al mostrárselo que hizo que soltase una carcajada que provocó que se enfadase más con ella y le costase más convencerla de que eso era algo muy normal. Que siempre se debían reparar los muñecos después de lavarlos y más los que se van adoptando
y recogiendo por la calle, porque su hija, igual que ella o quizás en el ánimo de imitarla, también se dedicaba a recoger a los desarraigados sin hogar, como decía ella.
Entonces un escalofrío le recorrió el cuerpo y comprendió, con una claridad evidente, que igual que dejaba ir a los seres vivos, debía dejar ir al resto.
Al día siguiente, cuando su muñeco estuvo seco, lo llevo a la sala de operaciones y curó todas las heridas que supo y que pudo.
Cuando su hija regresó del colegio le pidió que la acompañase a dar un paseo. Y la niña, mirando los brazos de la madre que sostenían el muñeco, le preguntó:
─¿A dónde vamos mama?¿Que vas hacer con tu muñeco?─
Dejarlo ir. Le contestó. Sería injusto no hacerlo.
FIN
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