martes, 29 de diciembre de 2015

ETERNAMENTE SARA

Sara sostenía el sobre en su mano. Había llegado hacia dos días y había leído la carta tres veces. La segunda para asegurarse de lo que leía y la tercera con la esperanza de que, quizás, no hubiese entendido bien el significado de lo leído.
─Mama, ¿Te pasa algo?.
La voz de su hija sonó detrás de la puerta.
─¡Ha venido alguien a felicitarte! ¿Bajas?─
─Si Maria. No pasa nada. Ahora mismo bajo─
Guardó el sobre en el cajón, y giro la pequeña llave. Era un buen escondite, pensó. Había recogido ese mueble viejo de la calle y ante las opiniones incrédulas de los que la rodeaban, lo había restaurado quedando perfecto. Un "Secreter", lleno de cajoncitos con cerraduras...uno más de su colección de trastos antiguos que, con los años, había ido cobijando en su casa.
Y ahora ella se sentía así: trasto y antigua.
Se miró en el espejo, se acomodó la cabellera y suspiro profundamente intentando llenar sus pulmones de aire para dejarlo ir lentamente.
Este gesto, tan repetido durante los últimos años, le servía para recomponerse.
Nada más cerrar la puerta de su habitación ya escucho el bullicio que provenía de la planta inferior.
Era 12 de julio, viernes 12 de julio y era su cumpleaños. Cumplía sesenta años y por eso su hija le había organizado una cena "sorpresa".
Sara la conocía de sobras para adivinar que cuando le propuso cenar en casa, con ellos, algo estaba tramando.
De repente, se hizo un silencio tan perfecto, que era muy premonitorio de lo que sucedería después.
Abrió la puerta del salón y...
─¡Sorpresaaaa!¡Felicidades!─
Todos gritaron a la vez y cantaron el cumpleaños feliz hasta que acabaron aplaudiendo a lo loco, lo que provoco el llanto de Samuel, el benjamín de la familia.
─Gracias, gracias. Repetía Sara─
─Que sorpresa me habéis dado. No me lo esperaba para nada─ Dijo mirando a Maria para hacerle entender, con tan solo una mirada, que sabía que era a ella a quien le debía su agradecimiento.
─Venga!! Vamos todos a la mesa que la sorpresa sigue─ Dijo Maria cogiendo de la mano a su madre.
-Pero bueno. ¿Esto qué es? Un verdadero festín─
Los invitados comenzaron a ocupar sus sillas y Sara se vio obligada a sentarse a la cabecera de la mesa. Nunca le había gustado ocupar este puesto, ni siquiera cuando era la homenajeada.
La incomodaba. Pero una vez ocupo su asiento se dio cuenta de que esta vez agradecía la posición en la mesa. Desde ahí podía ver a todos los comensales sin necesidad de realizar ningún gesto sospechoso o que llamase la atención de su hija, siempre pendiente de ella.
Desde ahí podía repasar detenidamente a cada uno de sus familiares y amigos.
Miraba sus rostros intentando retener sus facciones, sus muecas, sus tics.
E intentaba recordar una anécdota, un hecho, un gesto para asociarlo, por siempre, a cada uno de ellos.
Intentaba retener ese instante con la esperanza de que su voluntad venciese a su diagnóstico.
Diego, su marido, estaba sentado justo al otro extremo de la mesa, ocupando el otro puesto de honor. Cuando le llego su turno, ella se dio cuenta que igual que hacia ella, él la estaba mirando fijamente. Sus miradas se encontraron y ella no pudo sostenerla y bajo la vista, cogiendo aire de nuevo.
Para él, Sara era su vida, su hogar.
Llevaban casi cuarenta años juntos y todavía lo primero que sentía cuando la miraba era gratitud por haberle dado una vida plena, por casi obligarlo a no trabajar para estar con su hija, por enseñarle que para recibir, es mejor dar primero, por sentirse tan amado y darle la oportunidad de aprender a ver lo mejor de la vida, después de una infancia no muy infantil y más bien cruda.
Sara era él y él era Sara y lo que ella no sabía es que Diego había aprendido a interpretar sus gestos, sus miradas y sus silencios.
Desde siempre había respetado su independencia, su necesidad de sentirse libre. Sus aficiones y actividades que él no compartía, pero que sabía que eran tan necesarias para ella, "el movimiento es vida" la oía decir desde muchos años atrás. Y al volver a casa, ella le hacía participe de todo lo que había hecho. Y él la miraba, la mayoría de las veces sin entender lo que le decía e incluso sin escucharla. Le bastaba con sentirla feliz. Ya no necesitaba más.
Pero hacía más de un mes que Sara no estaba bien. Su semblante era triste y no tenía ganas de hacer nada. No había movimiento y sus silencios eran tan largos que Diego estaba convencido de que era la señal de algo grave.
─¡Vamos hacer un brindis!─ Grito Maria golpeando la copa con la cucharilla.
─¡Venga vamos a brindar! Pero como todos sabéis que a mi madre no le gusta que brinden por ella, propongo que sea ella la que haga el brindis. ¡Mama venga!─
Todos se levantaron con las copas en la mano, menos Samuel que hacía ya un rato que correteaba alrededor de la mesa.
Sara se levantó alzando su copa y deslizando su mirada por el rostro de cada uno de los que la rodeaban, con la sonrisa dibujada en el suyo exclamo:
─¡Brindo por todos vosotros. Porque este momento permanezca por siempre en mi memoria!─
Y mientras los demás, chocaban sus copas entre si y bebían, Diego permanecía con la copa en alto, mirándola, porque por fin había comprendido el porqué de sus silencios.
Sara había deseado con su brindis, justo lo único que no podría tener...recuerdos.

"Bicicleta, cullera, poma"
FIN


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