Sara sostenía el sobre en su mano. Había llegado hacia dos días y había
leído la carta tres veces. La segunda para asegurarse de lo que leía y la
tercera con la esperanza de que, quizás, no hubiese entendido bien el
significado de lo leído.
─Mama, ¿Te pasa algo?.
La voz de su hija sonó detrás de la puerta.
─¡Ha venido alguien a felicitarte! ¿Bajas?─
─Si Maria. No pasa nada. Ahora mismo bajo─
Guardó el sobre en el cajón, y giro la pequeña llave. Era un buen escondite,
pensó. Había recogido ese mueble viejo de la calle y ante las opiniones
incrédulas de los que la rodeaban, lo había restaurado quedando perfecto. Un
"Secreter", lleno de cajoncitos con cerraduras...uno más de su
colección de trastos antiguos que, con los años, había ido cobijando en su
casa.
Y ahora ella se sentía así: trasto y antigua.
Se miró en el espejo, se acomodó la cabellera y suspiro profundamente
intentando llenar sus pulmones de aire para dejarlo ir lentamente.
Este gesto, tan repetido durante los últimos años, le servía para recomponerse.
Nada más cerrar la puerta de su habitación ya escucho el bullicio que provenía
de la planta inferior.
Era 12 de julio, viernes 12 de julio y era su cumpleaños. Cumplía sesenta años
y por eso su hija le había organizado una cena "sorpresa".
Sara la conocía de sobras para adivinar que cuando le propuso cenar en casa,
con ellos, algo estaba tramando.
De repente, se hizo un silencio tan perfecto, que era muy premonitorio de lo
que sucedería después.
Abrió la puerta del salón y...
─¡Sorpresaaaa!¡Felicidades!─
Todos gritaron a la vez y cantaron el cumpleaños feliz hasta que acabaron
aplaudiendo a lo loco, lo que provoco el llanto de Samuel, el benjamín de la
familia.
─Gracias, gracias. Repetía Sara─
─Que sorpresa me habéis dado. No me lo esperaba para nada─ Dijo mirando a Maria
para hacerle entender, con tan solo una mirada, que sabía que era a ella a
quien le debía su agradecimiento.
─Venga!! Vamos todos a la mesa que la sorpresa sigue─ Dijo Maria cogiendo de la
mano a su madre.
-Pero bueno. ¿Esto qué es? Un verdadero festín─
Los invitados comenzaron a ocupar sus sillas y Sara se vio obligada a sentarse
a la cabecera de la mesa. Nunca le había gustado ocupar este puesto, ni
siquiera cuando era la homenajeada.
La incomodaba. Pero una vez ocupo su asiento se dio cuenta de que esta vez
agradecía la posición en la mesa. Desde ahí podía ver a todos los comensales
sin necesidad de realizar ningún gesto sospechoso o que llamase la atención de
su hija, siempre pendiente de ella.
Desde ahí podía repasar detenidamente a cada uno de sus familiares y
amigos.
Miraba sus rostros intentando retener sus facciones, sus muecas, sus tics.
E intentaba recordar una anécdota, un hecho, un gesto para asociarlo, por
siempre, a cada uno de ellos.
Intentaba retener ese instante con la esperanza de que su voluntad venciese a
su diagnóstico.
Diego, su marido, estaba sentado justo al otro extremo de la mesa, ocupando el
otro puesto de honor. Cuando le llego su turno, ella se dio cuenta que igual
que hacia ella, él la estaba mirando fijamente. Sus miradas se encontraron y
ella no pudo sostenerla y bajo la vista, cogiendo aire de nuevo.
Para él, Sara era su vida, su hogar.
Llevaban casi cuarenta años juntos y todavía lo primero que sentía cuando la
miraba era gratitud por haberle dado una vida plena, por casi obligarlo a no
trabajar para estar con su hija, por enseñarle que para recibir, es mejor dar
primero, por sentirse tan amado y darle la oportunidad de aprender a ver lo
mejor de la vida, después de una infancia no muy infantil y más bien cruda.
Sara era él y él era Sara y lo que ella no sabía es que Diego había aprendido a
interpretar sus gestos, sus miradas y sus silencios.
Desde siempre había respetado su independencia, su necesidad de sentirse libre.
Sus aficiones y actividades que él no compartía, pero que sabía que eran tan
necesarias para ella, "el movimiento es vida" la oía decir desde
muchos años atrás. Y al volver a casa, ella le hacía participe de todo lo que
había hecho. Y él la miraba, la mayoría de las veces sin entender lo que le
decía e incluso sin escucharla. Le bastaba con sentirla feliz. Ya no necesitaba
más.
Pero hacía más de un mes que Sara no estaba bien. Su semblante era triste y no tenía
ganas de hacer nada. No había movimiento y sus silencios eran tan largos que
Diego estaba convencido de que era la señal de algo grave.
─¡Vamos hacer un brindis!─ Grito Maria golpeando la copa con la cucharilla.
─¡Venga vamos a brindar! Pero como todos sabéis que a mi madre no le gusta que
brinden por ella, propongo que sea ella la que haga el brindis. ¡Mama venga!─
Todos se levantaron con las copas en la mano, menos Samuel que hacía ya un rato
que correteaba alrededor de la mesa.
Sara se levantó alzando su copa y deslizando su mirada por el rostro de cada
uno de los que la rodeaban, con la sonrisa dibujada en el suyo exclamo:
─¡Brindo por todos vosotros. Porque este momento permanezca por siempre en mi memoria!─
Y mientras los demás, chocaban sus copas entre si y bebían, Diego permanecía
con la copa en alto, mirándola, porque por fin había comprendido el porqué de
sus silencios.
Sara había deseado con su brindis, justo lo único que no podría
tener...recuerdos.
"Bicicleta, cullera, poma"
FIN